lunes, 23 de junio de 2014

El Camino de Santiago, un peregrinaje interior

Escrito por: Unknown  |  Sin comentarios

Recordamos unas palabras de D. Julián Barrio Barrio, arzobispo de Santiago de Compostela sobre la espiritualidad del pregregrino.

"El Camino de Santiago, que lleva hasta Compostela, es también un peregrinaje interior; es la metáfora de la vida del hombre y de la Iglesia. La meta no es sólo la tumba del Apóstol. La meta es que el hombre alcanza el abrazo de Dios misericordioso, que lo libera de toda opresión, y caminando, junto a sus compañeros de viaje, de penas y glorias, descubre que esta ruta milenaria hay que hacerle mirando al cielo, para hablar con Dios; y mirando al frente, para que de ahí en adelante viva la conversión del amor verdadero.


Miles de peregrinos llegan a la tumba del apóstol Santiago con espíritu de conversión, tras el esfuerzo de un caminar interiormente hacia uno mismo, hacia Dios, hacia los demás. El peregrino es alguien que se aventura a caminar en un país desconocido sin ninguna seguridad. Peregrinar a la tumba del Apóstol es imagen y metáfora de la vida del hombre que, encontrándose con la fe apostólica, anhela la paz y el sosiego después de vagar por el mundo, esperando gozar un día de la felicidad eterna. Hasta entonces vive esa sensación de exilio, constatando la dureza del camino con el peso de la soledad y de la duda. La espiritualidad del éxodo es la del hombre que lucha por liberarse de toda opresión hasta conseguir la tierra prometida.

La parábola del hijo pródigo es el arquetipo de la peregrinación, donde se describe el alejamiento que precede al retorno y a la conversión. Un caminar guiado por Cristo y encaminado hacia Él: «Una cosa es ver la patria de la paz desde una cumbre silvestre, sin encontrar el camino hacia ella, esforzándose en balde a través de lugares sin rutas, asediado e insidiado en derredor por desertores fugitivos con su príncipe el león y dragón; y otra cosa, tener la vía que allí conduce, vía fortificada por el cuidado del celeste emperador y donde no saltean cuantos han desertado la celeste milicia», escribe bellamente san Agustín. Esto comporta unas actitudes como son la austeridad, el desprendimiento voluntario, el pasar de lo conocido para encaminarse a lo desconocido, obedeciendo una voz interior, la voz del Espíritu que nos invita a sentirnos forasteros en la propia patria, llamados a ser conciudadanos de los santos.

El espíritu de la peregrinación lleva consigo dejar la propia tierra y la parentela, para ir lejos, es decir, más allá de lo inmediato, de lo que uno conoce o posee, signo de la apertura a la trascendencia. «Para ir adonde no sabemos, hay que ir por donde no sabemos», escribía san Juan de la Cruz. El desprendimiento es substancial para el peregrino. No hay salida de lo propio sin abandono. El relato genesiaco: «Sal de tu tierra, de tu pueblo y de la casa de tu padre; emigra al país que te indicaré y fija allí tu morada» es fundante en la tematización de la figura del peregrino. El autor de la Carta a los Hebreos, a partir de aquí, elabora una de las más hermosas representaciones teológicas de la peregrinación cristiana: «Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para un lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber dónde iba. Por la fe peregrinó por la tierra prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de las mismas promesas. Pues esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios». En el carácter peregrinante del hombre de fe, sobresale la esperanza como el elemento dinámico de la existencia. Sólo el que espera puede considerarse peregrino. El peregrino, al igual que Abraham, sigue el ardiente deseo de su corazón y peregrina por el mundo, preguntándose a veces dónde está Dios, y aunque flaquee y tenga la tentación de desistir en la búsqueda, Dios tiene piedad del que en soledad le busca en el silencio.

El peregrinar a la tumba del Apóstol, desde lejos, con sus noches y sus días, con los gozos y las penas del camino, se convierte en imagen de la vida cristiana. La Iglesia en la Historia es extranjera en el mundo, y peregrina, está en camino hacia su meta. El peregrino siente la ausencia, la precariedad y el erradicarse de su propia tierra, porque espera y camina hacia la ciudad celestial. La conciencia de ser peregrinos ayuda a superar los obstáculos con serenidad. No temas, que nada te asuste; atiende a la nostalgia de la patria, ten conciencia de tu condición de peregrino. La peregrinación es el espacio que corre entre el inquietum y el reposo. El peregrino es el que espera alcanzar la dulce, única y verdadera patria; el que se experimenta como indigente, como un pobre con hambre y sed que saciará únicamente en la patria definitiva. El peregrino -ser cristiano- es aquel que, en su propia casa y en su propia patria, se reconoce como extranjero, y por tanto, siente la llamada a salir y encontrar la meta sirviéndose de signos que le ayuden a entrever la meta última y definitiva.

Súplica confiada

La alabanza, la súplica y la confianza son manifestaciones del hombre que se está moviendo y desplazando, del hombre en camino, que vive esa tensión entre la tierra ajena y la ciudad propia, que sale de la patria y vuelve a ella, que pertenece a la sociedad de los ángeles y a la sociedad de los hombres: Peregrino por gracia aquí abajo y, por gracia, ciudadano allá arriba. Así aparece ya, en alguna forma, cómo deben portarse los peregrinos, viviendo según el Espíritu y no según la carne, según Dios y no según el hombre. Esto define una espiritualidad que, junto a la opción básica, comprende la variedad de recorridos personales, que no se desentiende de la condición humana histórica y de sus compromisos de liberación y de promoción, donde el cristiano tiene que ser fermento de libertad y progreso, de fraternidad y justicia, con conciencia eclesial y valorando la vida comunitaria. «El camino del hombre fiel a la Revelación no puede prescindir de la vida de la Iglesia y, en particular, del ritmo sacramental que envuelve la existencia entera del cristiano, y de la celebración del ciclo litúrgico que propone anualmente el misterio de Cristo con sus implicaciones vitales», sabiendo que el itinerario espiritual no puede considerarse como una subida gradual y armónica, ya que lleva consigo contradicciones.
El Año Santo Compostelano es más que un mero símbolo exterior. Es expresión de una concepción determinada del hombre y de su relación con Dios, de la presencia de lo sacro en el corazón de nuestra civilización, de la distinción entre lo temporal y lo espiritual. Es una llamada a la esperanza cristiana, que no es un ingenuo optimismo basado en el cálculo de probabilidades, y que ha de resonar desde la Casa del Señor Santiago, mirando hacia arriba y caminando hacia delante.

+ Julián Barrio Barrio
Arzobispo de Santiago de Compostela "

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