Un camino en la Iglesia - 3 de agosto

Introducción iconográfica


Acoger el plan de Dios no implica sólo detenernos pasivamente a recibir, sino que entraña también una misión. María encontró la suya en cuidar al Salvador, al que aceptó llevar en su seno; y Cristo, tras los cuarenta días en el desierto, comienza su vida pública, para realizar, con su Pasión, Muerte y Resurrección, el plan de salvación de Dios.

Testigos y depositarios de aquella misión, la conversión y salvación de los hombres, fueron entonces los apóstoles, y lo somos ahora nosotros también, apóstoles de la fe en nuestro tiempo.

Si miras las imágenes, vemos en primer lugar (de dentro a fuera) un grupo de cuatro (QEQ 32-35), formado por san Pedro, vestido como Papa con su casulla, palio, estola y alba, y portando en sus manos las llaves, su principal atributo. En este caso lleva tres, que representan a las tres Iglesias: 1.- la militante —la nuestra, que peregrina en la tierra—, 2.- la purgante —la que forman las almas que terminan de purificarse de sus pecados en el purgatorio— y 3.- la triunfante —la celeste que ya disfruta de la gloria eterna de Dios. Le sigue Pablo, apóstol de los gentiles, al que se le suele reconocer por su cabeza despejada, portando un libro donde está escrito el comienzo a la Carta a los Hebreos.

A continuación, el apóstol Santiago, que vuelve su rostro a su hermano Juan, representado con semblante más joven, como es habitual en su iconografía, mostrando un libro abierto donde pueden leerse algunas frases del Apocalipsis. Bajo sus pies aparece su principal atributo: el águila, que le señala además como evangelista.

Andrés, Mateo (QEQ 36-37), Bartolomé y Tomás —que muestra la palma de su mano— (QEQ 38-39) aparecen en las jambas del arco de la derecha, agrupados de dos en dos, tal y como los mandaba Cristo a predicar.
 
Comentario catequético


El método del Señor en realidad era de lo más normal: enseñar, predicar, curar. Usaba, unidas, palabras y obras, que se implicaban mutuamente. Su método consistía en unir íntimamente hechos y palabras, haciendo percibir la relación entre los unos y las otras.

Fijémonos primero en las palabras de Jesús. Hablaban de Dios, de su Padre. Algunos de los que lo oían llegaban a decir: Nadie ha hablado jamás como él (Jn 7,46). En realidad nadie había podido hablar y predicar como él, porque nadie había visto lo que él había visto; nadie tenía, como él, información de primera mano. Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único de Dios, que está en el seno del Padre, le ha dado a conocer (Jn 1,18). Porque ha visto a Dios habla de él, y del hombre, con una fuerza y una convicción que convence, rompe, arrastra, escandaliza. Hablaba como quien tiene autoridad y no como los doctores (Mt 7,29).

Dirijamos ahora la mirada a las acciones del Señor, a las cosas que hacía. Las acciones de Jesús hacían percibir a Dios presente... ¡porque estaba realmente presente! Él es Dios. El reino de Dios ha llegado con él.

Sus acciones no eran gestos mudos, sin sentido, sin mensaje, gestos planos o enigmáticos, sino elocuentes, preñados de significado, que la gente sabía captar —suscitaban de hecho o adhesión o rechazo frontal—. Nadie quedaba al margen. Los gestos tenían sentido, confirmaban las palabras dichas por Jesús, y las palabras explicaban y profundizaban su sentido.

Cuando el Señor manda a su discípulos de dos en dos, a sus «prácticas de evangelización», les manda así: convocando a los Doce, les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, y para curar enfermedades; y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar (Lc 9,1-2). Es decir, les manda a hacer lo mismo que él hacía (predicar, curar, expulsar demonios): hechos y palabras. No se percibe ni la menor cesura. Ningún cambio de método entre el maestro y su discípulos, entre Cristo y su Iglesia.

Y es que la Iglesia viene a ser una extensión de Cristo, con idéntica misión a la del Señor Jesús: hablar y obrar. A la Iglesia le toca hablar de lo que ha visto y oído: de Cristo resucitado.

Y obrar las acciones que lo hacen presente: los sacramentos de la fe, signos elocuentes de su presencia; y la caridad que convence al mundo. Contrariamente a lo que con demasiada frecuencia se piensa la Iglesia no tiene otra misión que evangelizar. Está y existe al servicio de Cristo, para que los hombres sean tocados por él, lo oigan, lo amen, lo sigan..., como hace dos mil años en Galilea. Igualito.

El CCE enseña:

CCE 2: Para que esta llamada resonara en toda la tierra, Cristo envió a los apóstoles que había escogido, dándoles el mandato de anunciar el evangelio: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,19-20). Fortalecidos con esta misión, los apóstoles salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban (Mc 16,20).

CCE 863: Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de san Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado». Se llama «apostolado» a «toda la actividad del Cuerpo Místico» que tiende a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra» (Apostolicam Actuositatem 2).

CCE 864: «Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia», es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo (Apostolicam Actuositatem 4; cf. Jn 15,5). Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero la caridad, conseguida sobre todo en la eucaristía, «siempre es como el alma de todo apostolado» (Apostolicam Actuositatem 3).


Preguntas

1. Jesús distinguía (pero no separaba) entre él y su misión, por un lado, y la Iglesia y su tarea, por otro, ¿lo haces tú, separando a la Iglesia de Jesús? ¿Para qué existe la Iglesia? ¿Para qué está en el mundo?

2. Todos estamos llamados al apostolado (es decir, a «propagar el Reino de Cristo por toda la tierra»), ¿de verdad estamos llamados a esto? ¿Qué retuiteas o compartes? ¿Por qué hay ciertas cosas que difundes, pero de otras no te ocupas?

3. Los apóstoles dedicaron su vida entera a propagar no solo un mensaje, sino una persona viva, ¿tiraron su vida? ¿Crees que vale la pena dedicar la vida por entero a esta misión? ¿De qué modo se puede hacer esto, a por todas?


Oración.

(Señor, haz de mi un instrumento de tu paz. San Francisco de Asís).

Señor, haz de mi un instrumento de tu paz.
Que allá donde hay odio, yo ponga el amor.
Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón.
Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión.
Que allá donde hay error, yo ponga la verdad.
Que allá donde hay duda, yo ponga la fe.
Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza.
Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz.
Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría.
Oh Señor, que yo no busque tanto ser consolado,
cuanto consolar, ser comprendido, cuanto comprender,
ser amado, cuanto amar.
Porque es dándose como se recibe,
es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo,
es perdonando, como se es perdonado,
es muriendo como se resucita a la vida eterna.
Para que resuene en tu corazón: sobrecogimiento, porque somos «otros cristos», enviados al mundo con su misión. Valor, porque la Iglesia es de Cristo, y tiene su misma misión, y su mismo impulso.

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